Nací llorando y moriré sonriendo.
Cuando el niño avanza dando los primeros pasos en la
consciencia y por vez primera experimenta que existe un “yo” y un “tú”, lo que
en realidad está haciendo es contraer la Totalidad y plegar el infinito
encerrando en el tiempo a su conciencia. Nacer al Yo es comenzar a sentirse un
ente incompleto que observa el “mundo exterior” como un vasto Gran Otro. El
separado “Tú”, un punto en el que comienza el exilio de la reciente
diferenciación de sujeto-objeto, de frío-calor, de placer-dolor... un camino de
opuestos que primero se diferencian y más tarde se reconcilian e integran
Nacer es acceder a la soledad de un cuerpo, a la fría
sensación de saberse separado “de la piel para fuera”. Nacer es dejar de
reconocerse Océano de Conciencia y devenir Yo. Y sucede que mientras haya tal
Yo, existirá el Tú. Una separación que produce ansiedad existencial y anhelo de
reunión eterna. Toda una aventura de la Totalidad que deviene “parte” para
expresar una sola nota de nuestra particular persona. Y aunque cada uno en su
esencia, contenga todas las notas y sea la totalidad misma, sin embargo, como
ego individual en el mundo, expresa tan sólo determinados rasgo o programas
mentales frente a la infinita diversidad de otras “notas-persona”.
Pero la vida, ya desde su llegada, se despliega amenazada
del suceso más democrático de la existencia: la muerte. Todos, absolutamente
todos los egos mueren, los ricos y los pobres, los inteligentes y los torpes,
los laboriosos y los vagos. La muerte no establece preferencias, ni discrimina,
ella es la puerta de la inexorable disolución del “yo persona”. Morir es volver
a Casa y recuperar la identidad global de Océano de Conciencia. ¿Quién teme
perder su yo? Tal vez lo tema aquel ser que no se permite intuir lo que
significa el hecho de disolver la consciencia de Yo-parte y convertirse en
Todo, en puro Ser, sin mente sujeto-objeto y sin dualidad alguna.
El sabio sonríe cuando muere. Sonríe de felicidad al
desplegar lo plegado en expansión omnipresente sin fronteras. Sonríe de
felicidad al dejar el yo y disolver la vieja tensión dual en una más consciente
unidad recuperada. El río llega al mar y se expande en oceánica presencia.
Siempre fue agua, aunque creyese que era río. El viejo anillo de oro se funde
en el crisol y vuelve a sentirse identificado con el oro que antes era. Ambos
recuperan la identidad de su esencia.
Morir es un privilegio, el privilegio de asistir a la vuelta
tras la aventura de la consciencia. En el momento de la muerte, recordemos que
somos Luz y que la brújula de que disponemos en dicho tránsito es la Luz de la
conciencia. Recordemos igualmente la conveniencia de desprendernos de los
apegos y de recordar que no caben las culpas en nuestra eterna inocencia.
Recordemos también, en dicha hora de la muerte, que nuestra vida ha tenido más
utilidad de lo que imaginamos, que uno no es una criatura humana en una
aventura espiritual, sino una criatura espiritual en una aventura humana que,
ahora, simplemente retorna. Recordemos que no debemos afligirnos por los seres
que dejamos, porque de ellos cuida la misma Inteligencia que en el último viaje
a nosotros guía.
La muerte es un motivo de celebración para todos los que
quedan porque un ser ha culminado “la campaña de la vida”. Un ser que, tras su
total disolución como individuo separado, nace a la Totalidad como vivencia
suprema. Un premio de fin de carrera para los que ya son capaces de catar y
valorar el Reencuentro después del largo e interesante exilio de una vida
completa.
Lo importante es que se ha vivido la gama de experiencias
que había que vivir y, al fin, cada uno, en bienaventurada sonrisa, deviene lo
que siempre fue y nunca dejó de ser: Infinitud sin frontera.
SRI NISARGADATTA